Cuando el amor es nuevo y la vida burbujeante, una joven pareja se encontró con el anhelo de una base espiritual. Empezaron a buscar una iglesia y se toparon con una pequeña y pintoresca capilla en su barrio. Ilusionados, se acercaron al párroco para formar parte de su rebaño.
El pastor, sin embargo, hizo una pausa melodramática: “Tenemos un ritual de iniciación especial para nuestros futuros devotos. Los tortolitos tenéis que renunciar a los placeres de la carne durante exactamente dos quincenas. Es una prueba de vuestra convicción en la fe, incluso cuando la vida os lance tempestuosas tentaciones”.
Tomándose a pecho el voto, la pareja asiente seriamente con la cabeza. Pasan dos semanas y se acercan tímidamente a la puerta de la iglesia.
El pastor se apresura a saludarles: “¡Enhorabuena por haber sobrevivido a las dos semanas! Pero, ¿habéis sido lo bastante fuertes para manteneros alejados de las indulgencias íntimas?”. El marido, con expresión compungida, confesó: “Pastor, flaqueamos. La carne era débil”.
“Por favor, cuéntenos cómo fue su viaje a la tentación”, le preguntó el pastor, con las cejas enarcadas por la curiosidad.
“Bueno”, comenzó el joven novio, “el amor de mi esposa por el maíz enlatado terminó siendo nuestra perdición. Estaba cogiéndolo de la estantería y se le cayó la lata. Cuando se agachó de la forma más inocente, yo, bajo el hechizo de su belleza, perdí el control. Me metí bajo su falda, le quité la ropa interior y, entre el maíz y los guisantes, se perdió nuestra santidad”.
El párroco, tratando de reprimir un jadeo escandalizado, declaró solemnemente: “Esta desafortunada transgresión no me deja más remedio que prohibirle poner un pie en nuestra iglesia.”
Con aire de fingida decepción, el marido asintió: “Me parece justo, pastor. Para ser sincero, la tienda de comestibles nos prohibió primero”.