Una noche de Halloween, una pareja recibió una invitación para una fiesta de disfraces.
Desgraciadamente, a la mujer le dio un terrible dolor de cabeza, lo que la obligó a quedarse en casa mientras instaba a su marido a ir y pasárselo en grande sin ella.
A regañadientes, él accede y se va a la fiesta disfrazado.
Tras una hora de sueño reparador, la mujer se despertó fresca y decidió sorprender a su marido uniéndose a la fiesta.
Como él no tenía ni idea de cuál sería su disfraz, ella vio la oportunidad de divertirse pícaramente, queriendo ser testigo de su comportamiento cuando él no supiera que ella estaba allí.
Al entrar en la fiesta, vio a su marido galanteando en la pista de baile, haciendo piruetas y coqueteando con todas las personas atractivas a la vista.
Sintiendo una mezcla de diversión y curiosidad, se acercó a él y, utilizando sus propios encantos seductores, consiguió desviar su atención de su actual pareja de baile.
La noche avanzaba y las copas corrían a raudales.
Finalmente, su marido le susurró una proposición al oído y ella, aceptando juguetonamente, le condujo a uno de los coches aparcados para una apasionada cita en el asiento trasero.
Poco antes de medianoche, se escabulló, volvió a casa, escondió su disfraz y se metió en la cama, preguntándose cómo explicaría su marido su comportamiento salvaje.
Cuando entró por la puerta, le preguntó por su noche, curiosa por conocer su versión de los hechos.
“Oh, ya sabes, lo mismo de siempre”, respondió él. “Nunca me lo paso bien cuando no estás tú”.
Deseosa de más información, ella preguntó: “¿Bailabas mucho?”.
Con una sonrisa tímida, él respondió despreocupado: “Sinceramente, no bailé ni una vez. En cuanto llegué, me encontré con Pete, Bill Brown y algunos otros chicos. Acabamos en la habitación de invitados jugando al póquer toda la noche”…
“¡Pero déjame decirte que el tipo al que le presté mi disfraz se lo pasó como nunca!”.