Cenicienta tenía ahora 75 años.
Después de una vida plena con el Príncipe ya fallecido, estaba felizmente sentada en su mecedora, viendo el mundo pasar desde el porche de su casa, con un gato llamado Alan como compañía.
Una tarde soleada, de la nada, apareció el Hada Madrina.
Cenicienta dijo: “Hada Madrina, ¿qué haces aquí después de todos estos años?”
El Hada Madrina respondió: “Bueno, Cenicienta, como has llevado una vida buena y sana desde la última vez que nos vimos, he decidido concederte tres deseos.
¿Hay algo que tu corazón aún anhele?”.
Cenicienta se alegró mucho y, tras reflexionar un poco, casi en voz baja, expresó su primer deseo:
“Desearía ser rica más allá de lo comprensible”.
Al instante, su mecedora se convirtió en oro macizo. Cenicienta se quedó atónita.
Alan, su viejo y fiel gato, saltó de su regazo y corrió hasta el borde del porche, temblando de miedo dijo: “¡Oh, gracias, Hada Madrina!”
El Hada Madrina respondió: “Es lo menos que puedo hacer. ¿Qué desea tu corazón para tu segundo deseo?”
Cenicienta miró su frágil cuerpo y dijo: “Desearía volver a ser joven y estar llena de la belleza de la juventud”.
Al instante, su deseo se hizo realidad, y su bello rostro juvenil regresó.
Cenicienta sintió en su interior una agitación que había permanecido dormida durante años.
Y el vigor y la vitalidad olvidados durante mucho tiempo empezaron a recorrer su alma:
“Tienes un deseo más, ¿qué vas a pedir?”
Cenicienta miró al asustado gato del rincón y dijo: “Deseo que transformes a Alan, mi viejo gato, en un joven hermoso y apuesto”.
Mágicamente, Alan experimentó de repente un cambio fundamental en su constitución biológica, que, cuando se completó, se presentó ante ella como un muchacho tan bello como ni ella ni el mundo habían visto nunca, tan bello que los pájaros empezaron a caer del cielo a sus pies.
El Hada Madrina volvió a hablar: “Felicidades, Cenicienta. Disfruta de tu nueva vida”.
Y, con una descarga de electricidad azul brillante, desapareció.
Durante unos instantes inquietantes, Alan y Cenicienta se miraron a los ojos.
Cenicienta se quedó sentada, sin aliento, contemplando al chico más increíblemente perfecto que jamás había visto.
Entonces Alan se acercó a Cenicienta, que estaba sentada en su mecedora, y la estrechó entre sus fuertes y juveniles brazos.
Se acercó a su oído y le susurró, soplando su cabello dorado con su cálido aliento:
“Apuesto a que ahora te arrepientes de haberme castrado, ¿verdad?”